La Asamblea General de las Naciones Unidas decidió el 7 de septiembre de 2001 que, a partir del año siguiente, cada 21 de septiembre sería observado como Día internacional de la paz, una jornada «de cesación de fuego y de no violencia a nivel mundial, a fin de que todas las naciones y pueblos se sientan motivados para cumplir una cesación de hostilidades». Sin embargo, los conflictos a nivel mundial no cesan y cada día surgen nuevas contiendas que provocan miles de muertos, heridos, desplazamientos y destrucción. Cada minuto una persona muere víctima de la violencia armada. Estos días hemos podido leer que según el Programa mundial de alimentos, organismo perteneciente a la ONU, hay más de mil millones de hambrientos en este mundo en el que estamos y en el que vivimos. El número se ha incrementado sensiblemente como consecuencia de la situación originada por la crisis financiera y el encarecimiento de los productos. Lo que traerá consigo más sufrimiento y más conflictos armados.
Crisis financiera, sí, pero también alimentaria y medioambiental, una enorme crisis de la justicia global. Crisis económica, desde luego, pero que nos hace olvidar la violencia, la tortura, el dolor y el sufrimiento que atosigan a nuestro mundo. Una esquizofrenia, la que vivimos, en la que los mandatos religiosos y los imperativos morales se asumen como indiscutibles al mismo tiempo que se esquivan y someten a una autoridad que hace de la guerra un hecho irrefutable y consuetudinario: «la continuación de la política por otros medios», según Carl Von Clausevitz, quien también afirmaba que la guerra «constituye un acto de fuerza que se lleva a cabo para obligar al adversario a acatar nuestra autoridad». ¿Qué autoridad? ¿la qué deriva de una sociedad contradictoria y frecuentemente injusta?
Globalización, sí, mas también globalización de la violencia, indiferente al nivel de riqueza de los países. Formamos parte de un mundo en el que la intolerancia, la corrupción, la marginación y la discriminación se hacen patentes día o día. Modelos y maneras de pensar cuyos principales motivos son la competitividad, el individualismo y el lucro desmedido. Nos rodean pautas y estilos agresivos de convivir, de gobernar y de vivir en sociedad. Estamos configurando una espiral de violencias y contraviolencias sin precedente.
Nuestra juventud es fiel reflejo de la sociedad que hemos ido construyendo y a la que, irremisiblemente, debe supeditarse. Algunas décadas de docencia universitaria me han hecho comprender algún detalle de este proceso. Años que me han hecho sentir, debo decirlo, que lo mejor de la Universidad que yo conozco son sus estudiantes. Sin embargo, debo escuchar día tras día preguntas del estilo ¿ha bajado el nivel, verdad? Y es cierto, muchos estudiantes acuden a mis clases sometidos, aculturizados y pensando que lo fundamental es la competitividad, sin que apenas importe la competencia. Pero, ¿se puede ser competitivo sin competencia?, ¿se puede ser competente sin esfuerzo?, ¿de dónde llegan tales ideas?
Los mayores responsables no han sido, desde luego, los jóvenes, sino una sociedad que, por lo general, no valora el esfuerzo, el conocimiento, el saber, la cultura y el respeto por los otros, la empatía y la compasión. Contrariamente, estimula el dinero fácil, el egoísmo, el famoseo y el pelotazo. Sin embargo, muchos de entre ellos están llenos de entusiasmo, creen en un mundo mejor y están dispuestos a comprometerse con ello. ¿De qué manera, cómo?
El ser pequeños en fuerza o ser relativamente pocos en número, no debe ser un impedimento determinante en la consecución de la paz. Mi buen amigo Toni Cutanda, en uno de sus libros (La rosa de la paz) tiene escrito: «¡La paz es posible! Como el agua, que es capaz de horadar la roca más dura, lo que importa aquí es la constancia, la insistencia y la determinación». Quizás, es casi seguro, se inspira en aquella bien conocida cita de Mahatma Gandhi: «No hay camino a la paz; la paz es el camino».
Desde la Fundación por la justicia, cuyo lema da título a este escrito, les invitamos a hacer una reflexión crítica sobre la paradoja en la que vivimos, lo que tenemos, lo que nos sobra, material y credencialmente, y lo que podemos hacer al respecto.
Ismael Quintanilla. Fundación por la Justícia.
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