Las estrategias de urgencia de los gobiernos occidentales para salvar sus mercados financieros han sido de distinta factura. La solución aprobada por el Gobierno español, de constituir un fondo para adquirir activos que incorporen crédito nuevo de bancos y cajas, es la menos agresiva de las conocidas, pero todas sugieren reflexiones como las que siguen.
Primero. Las intervenciones gubernamentales de rescate son parcialmente incongruentes con la existencia de un denso sistema regulatorio de los mercados financieros, como el actual. La profusa regulación se justificaba porque las partes privadas de la transacción, se suponía, internalizarían los costes del fracaso. Para reducir el volumen de este riesgo se instaura una regulación cuyo objeto es prevenir fraudes, crear transparencia en los mercados y proteger contractualmente al inversor. Pero si todo el mundo se representa que los gobiernos han de acudir al rescate en la catástrofe, ni los agentes financieros tendrán incentivos adecuados para cumplir la norma, ni los inversores estarán muy preocupados ni vigilantes con este cumplimiento.
Segundo. Paradójicamente, una consideración contraria a la anterior es también procedente. Las recientes experiencias prueban (y en esto está de acuerdo todo el mundo) que en el futuro será precisa una más intensa regulación pública. Hasta ahora se reglamentaba con detalle la actuación externa, sistémica y contractual, de los operadores financieros. Pero no se regulaba apenas el régimen intrasocietario de estas entidades, que se consideraba competencia libérrima de las juntas de accionistas y los consejos de administración. Mas ahora, el hombre de la calle se cuestiona la legitimidad de las retribuciones y prebendas de los consejeros de las entidades financieras, cuando se ha de acudir a su salvación con el dinero de los contribuyentes. Inevitable. Apruébenlo o no los liberales de la desregulación, inmediatamente asistiremos a una normativa de control rígido de los sueldos de los administradores, del reparto de dividendos, de la cuantía de las indemnizaciones doradas.
Final. Las doctrinas fiscalistas más comprometidas han justificado la existencia de impuestos en la necesidad de redistribuir la renta. En una propuesta más aséptica, pero congruente con el modelo de estado social de Derecho, la tributación pública se ha legitimado en la necesidad de proveer a los gastos de los entes públicos. Pero el nuevo escenario obliga a reconsiderar estos fundamentos. Si el Estado se responsabiliza y se legitima ante todos, por el oficio de garante de la estabilidad del sistema económico, el tributo podrá explicarse sin necesidad de ninguna referencia inmediata a los gastos públicos. Bastará considerar que el tributo es una prima que se paga ahora al asegurador universal que es el Estado, y que el Estado no tiene otro deber ni otra cuita que capitalizar estas primas para dotarse de provisiones técnicas que le permitan subvenir al próximo hundimiento. Han perdido legitimidad todos los que proponen reducciones de impuestos bajo la bandera del preciso adelgazamiento de los gastos públicos, pues el tributo nada tendrá que ver con el gasto, sino con la acumulación del capital preciso para recomponer el sistema financiero y económico en peligro.
Fuente: D. Ángel Carrasco Perera. Catedrático de Derecho civil. Publicado en la Revista Aranzadi. Información jurídica.
Primero. Las intervenciones gubernamentales de rescate son parcialmente incongruentes con la existencia de un denso sistema regulatorio de los mercados financieros, como el actual. La profusa regulación se justificaba porque las partes privadas de la transacción, se suponía, internalizarían los costes del fracaso. Para reducir el volumen de este riesgo se instaura una regulación cuyo objeto es prevenir fraudes, crear transparencia en los mercados y proteger contractualmente al inversor. Pero si todo el mundo se representa que los gobiernos han de acudir al rescate en la catástrofe, ni los agentes financieros tendrán incentivos adecuados para cumplir la norma, ni los inversores estarán muy preocupados ni vigilantes con este cumplimiento.
Segundo. Paradójicamente, una consideración contraria a la anterior es también procedente. Las recientes experiencias prueban (y en esto está de acuerdo todo el mundo) que en el futuro será precisa una más intensa regulación pública. Hasta ahora se reglamentaba con detalle la actuación externa, sistémica y contractual, de los operadores financieros. Pero no se regulaba apenas el régimen intrasocietario de estas entidades, que se consideraba competencia libérrima de las juntas de accionistas y los consejos de administración. Mas ahora, el hombre de la calle se cuestiona la legitimidad de las retribuciones y prebendas de los consejeros de las entidades financieras, cuando se ha de acudir a su salvación con el dinero de los contribuyentes. Inevitable. Apruébenlo o no los liberales de la desregulación, inmediatamente asistiremos a una normativa de control rígido de los sueldos de los administradores, del reparto de dividendos, de la cuantía de las indemnizaciones doradas.
Final. Las doctrinas fiscalistas más comprometidas han justificado la existencia de impuestos en la necesidad de redistribuir la renta. En una propuesta más aséptica, pero congruente con el modelo de estado social de Derecho, la tributación pública se ha legitimado en la necesidad de proveer a los gastos de los entes públicos. Pero el nuevo escenario obliga a reconsiderar estos fundamentos. Si el Estado se responsabiliza y se legitima ante todos, por el oficio de garante de la estabilidad del sistema económico, el tributo podrá explicarse sin necesidad de ninguna referencia inmediata a los gastos públicos. Bastará considerar que el tributo es una prima que se paga ahora al asegurador universal que es el Estado, y que el Estado no tiene otro deber ni otra cuita que capitalizar estas primas para dotarse de provisiones técnicas que le permitan subvenir al próximo hundimiento. Han perdido legitimidad todos los que proponen reducciones de impuestos bajo la bandera del preciso adelgazamiento de los gastos públicos, pues el tributo nada tendrá que ver con el gasto, sino con la acumulación del capital preciso para recomponer el sistema financiero y económico en peligro.
Fuente: D. Ángel Carrasco Perera. Catedrático de Derecho civil. Publicado en la Revista Aranzadi. Información jurídica.
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